El 30 de septiembre de 2021 se cumplieron 51 años de mi profesión religiosa como Hermano de la Congregación de los Hermanos de la Sagrada Familia. Voy a intentar dejar en unas pocas líneas un resumen de estos años y los que los precedieron. La vida pasa con mucha rapidez: 23 años en España, 2 en Colombia y 45 en El Ecuador.

Los once años en el pueblo que me vio nacer, Villasirga, fueron los mejores. Me sentía siempre fuerte, me gustaba la escuela y admiraba a mi maestro; y al Señor cura, Don Florentino, no lo voy a negar. No era malo para las duras tareas del campo y me gustaba alardear de lo fácil que resultaba imitar las tareas de los adultos. Pero siempre, desde que me acuerdo, quise salir del pueblo con un deseo de hacer algo parecido a lo que veía en la escuela y en la iglesia del pueblo. Quería estudiar, y quería salir, tenía que salir del pueblo, sabía que debía hacerlo si quería llegar más allá de la regla de tres que enseñaban en la escuela o de las rutinas de la liturgia que, siendo monaguillo, no era capaz de entender. Y mis padres, orgullosos de mí, siempre me apoyaban.
Por alguna extraña razón, cuando mi proyecto era el Seminario de los Agustinos de Palencia, terminé, por la intervención del Hermano Bernardino Molpeceres ante mis padres, visitador vocacional de los Hermanos de la Sagrada Familia, en las aulas de La Horra, pueblo de la primera fundación en España de la Congregación de los Hermanos de la Sagrada Familia. Un año, y poco que contar: un pueblo como el mío, unas aulas más viejas que las de mi pueblo, pero unos Hermanos entregados en cuerpo y alma a la tarea de enseñar. Y la figura del “Religioso Hermano” comenzaba a estar delante de mí como posibilidad, como llamada. Dios, seguramente, había escrito algunos renglones torcidos para tenerme allí.
Después, Valladolid. Cinco años intensos de esfuerzo por crecer, por aprender de todo, por arreglar lo que no se pudo hacer durante los años en que el seminario de Valladolid se construyó. El edificio del seminario era un proyecto sin terminar, y sigue siéndolo. Pero los Hermanos se daban los modos necesarios para que tuviéramos espacios para todo. Y la figura del Religioso Hermano siguió estando frente a mí, cada vez con más claridad, cada vez con más exigencia.

El noviciado, en realidad, en Sigüenza (Guadalajara), no cambió en nada mi posición. La pregunta era siempre la misma, la cuestión de mi opción por la vida religiosa -como Religioso Hermano- se hacía cada vez más exigente y no la podía evitar.
Los años de estudios en Salamanca fueron decisivos: el Escolasticado me ayudó a decidir que mi vida la dedicaría a servir como Religioso Educador, en los lugares y a las personas menos favorecidas. Tuve dos experiencias que, según creo, me marcaron para siempre: la asistencia, durante la dictadura franquista, a las reuniones clandestinas de las incipientes “Comunidades Eclesiales de Base”, que dirigía el Padre Bueno en Salamanca, y que eran parte de un movimiento eclesial universal, que en realidad nació en Europa y posteriormente se hizo muy popular en América Latina; y, la otra, la experiencia de dedicar los fines de semana a dar clases particulares a personas discapacitadas.
Solicité ser enviado a Brasil, pero mi primer destino fue el Colegio Sagrada Familia de Barcelona. Fue un año de intenso aprendizaje. De él guardo un recuerdo especial: al Hermano Carmelo González, un Hermano verdadero, donde los haya. Pero Barcelona no era mi lugar.
En los últimos meses del curso 73-74, en Barcelona, respondí afirmativamente a una invitación a realizar una fundación de una comunidad misionera en Colombia: en Mocoa, ciudad capital del Departamento de Putumayo, en plena selva amazónica, declarada “zona liberada” por la guerrilla del “Movimiento 19 de Abril” (M19) -ya asimilado en la vida política de Colombia- y centro del Vicariato Apostólico de Sibundoy, que administraban los Padres Redentoristas. Así que, el 7 de febrero de 1975 me subí por primera vez a un avión y llegué a la selva amazónica. Era un mundo nuevo, distinto. Era una Iglesia diferente, una forma distinta de entender la vida y el Evangelio. Y me enganchó.

Las cosas no fueron del todo bien para la comunidad de Hermanos en Mocoa y decidimos dejar Mocoa y fundar una comunidad misionera en Lago Agrio, Ecuador, al otro lado del río San Miguel, que es frontera entre los dos países, y afluente en segundo grado del Amazonas, en el Vicariato Apostólico de San Miguel de Sucumbíos, animado por los Padres Carmelitas Descalzos de la Provincia Burgense, y con Gonzalo López Marañón como Vicario Apostólico. Allí llegué en septiembre de 1976.
Desde el principio, desde el año 1976, me he sentido comprometido totalmente con el impulso misionero y educativo del Vicariato Apostólico de San Miguel de Sucumbíos y el Vicariato Apostólico de Puyo (anteriormente Prefectura Apostólica de Canelos); ambos Vicariatos están en plena selva amazónica. En ellos, durante 30 años, he dejado mis mejores esfuerzos por ayudar a crecer, mediante la educación cristiana, a los niños y jóvenes que las familias sencillas de esos lugares enviaban a los centros educativos que mis Hermanos de comunidad y yo fundamos en esos lugares. Y también, aunque en menor medida, ayudando a que la Iglesia crezca y se fortalezca, mediante el trabajo de animación de las comunidad eclesiales de base y la promoción de organizaciones populares, especialmente, entre las comunidades de indígenas “alamas” y “suaras”.
Después, en septiembre de 2007, cuando parecía que podía hacer un alto en el camino, con un año sabático en Roma, la obediencia me llevó a Guaranda, a dar continuidad a una obra educativa que los Hermanos habían iniciado en el año 2000. Igualmente, en esa ciudad tan querida y tan especial, en la capital de la provincia más pobre de Ecuador, Bolívar, dejé los que creo que han sido los 9 años de mejor desempeño profesional de mi vida de Religioso Hermano educador. La provincia de Bolívar, por los muchos lugares que tiene de extrema pobreza, de falta de recursos de todo tipo y de falta de personal, debe ser considerada todavía, como los Vicariatos, un lugar de misión.
Y actualmente, desde septiembre de 2016, me encuentro en Ambato -una ciudad de 300.000 habitantes en el callejón interandino de El Ecuador-, en la comunidad que anima y dirige el colegio Sagrada Familia, que quiere ser una referencia importante de la educación cristiana en la provincia de Tungurahua, en el centro geográfico de Ecuador, y una fuente de recursos, y ojalá también de vocaciones de nuevos Religiosos Hermanos educadores, para la subsistencia de la Congregación en esta parte del mundo.
Después de tanto tiempo, después de ser Director durante 45 años en los colegios de los cuatro lugares que he mencionado, más años en unos que en otros, después de muchos proyectos fallidos y algunos bien realizados, después de sentir y vivir el Evangelio, durante más de 30 años en los Vicariatos misioneros de la Amazonia ecuatoriana, en una Iglesia que para mí era la ideal, siento que me sucede lo mismo que a tantos religiosos hermanos y misioneros que trabajan hasta el agotamiento por todo el mundo: cuando se acaban las fuerzas, uno se da cuenta de lo poco que ha hecho, uno se da cuenta de que, como cuando se quita el andamio al terminar la construcción de un edificio, hay que retirarse sin hacer mucho ruido; hay que quitar el andamio, porque al fin y al cabo, el objetivo no es el andamio sino el edificio al que sirve de apoyo. Y tengo miedo de que cuando eso suceda, cuando el andamio tenga que ser retirado, no haya nada detrás de él, y si hay algo, nadie quiera usarlo.
Lo único que me contenta, lo poco que me reconforta al repasar mi pobre historia de Religioso Hermano, no son los edificios que he ayudado a construir ni los escasos logros académicos de mis alumnos, sino algunas familias y niños muy pobres a los que he podido ayudar a construirse un futuro seguro en medio de un mundo desigual e injusto.
Lo único que me sosiega es haber conseguido que algunos pobres lo sean menos, que algunas familias humilladas en la más absoluta pobreza, hayan encontrado en la educación de sus hijos una herramienta para conseguir una vida más digna y honesta. La educación es la mejor manera de crear riqueza y la única forma eficaz de repartirla.

He querido ser simplemente un hermano (con minúscula) de todos y especialmente de los más débiles, de los menos capaces, de los más discriminados. El Ecuador es un país lleno de posibilidades, pero aplastado por las desigualdades sociales. Y aquí quiero seguir siendo un hermano, mientras las fuerzas lo permitan, para quien me encuentre en el camino, y compartir mi fe con quien quiera escucharme.
Mis pensamientos más íntimos siempre han sido una constante lucha, una batalla sin fin entre la incertidumbre de la ciencia y la incertidumbre de la fe. Uno se siente lanzado al mundo, por la voluntad de Dios o por el impulso amoroso de sus padres, como quien entra en una sala infinita sin luz ni sonido, sin piso, sin techo, sin dimensiones conocidas, al vacío más cruel e incierto. Uno no puede saber, es imposible, si lo que hay en ese silencio opresivo y angustioso, es el vacío más absoluto, o una presencia amorosa que siempre me espera y siempre me protege. Me horroriza hasta la náusea existencial el absurdo; y me arriesgo, y decido creer que hay Alguien presente al final y al principio del abismo.
Y me arriesgo a aceptar que lo único que da sentido a mi vida es la ética más maravillosa que nadie jamás ha podido igualar: la ética del Profeta de Galilea, la forma de vida de quien para mí es el Cristo, el único que merece ser imitado o seguido. Creer, entonces, para mí, consiste en conformar mi conciencia moral según el estilo de la conciencia de quien, a pesar de mi incertidumbre, me espera y me acompaña en mi noche ciega, en mi particular lucha por encontrar sentido a la vida y seguir buscando en medio de mi propia sala infinita y oscura.
Al final del camino, en el examen último, solamente importará lo que has querido. Lo demás es fatuidad, vanidad, un sinsentido, un reguero interminable de normas, de proclamas de supuestas santidades, de rezos repetidos hasta el mareo, y de liturgias autocomplacientes y lucrativas. Lo único que salva es la ética de Jesús de Nazaret: el amor; y el que ama está salvado.
Desde Septiembre de 2021 estoy en Villasirga acompañando a mi madre: va a cumplir dentro de un mes los 98 años y tiene algunos achaques inevitables. Es una experiencia maravillosa, aunque vivo una especie de vida de anacoreta, con algunos paseos alrededor del pueblo y la asistencia a la Eucaristía dominical.
Durante estos pocos meses he compartido la Eucaristía con las pocas personas que asisten los domingos, pero puedo dar testimonio de que se vive, junto a la animación de los sacerdotes de la Unidad Pastoral de Carrión de los Condes, el proceso sinodal que el Papa Francisco ha iniciado en la Iglesia Universal. No son muchas las personas que se implican en ese proceso, pero lo hacen con una muestra clara de compromiso de fe, y mantienen firme su decisión de transformar la Iglesia de todos, con estructuras más ágiles de participación y decisión.
Especialmente, en este proceso sinodal en el que he tenido la ocasión de participar, aunque brevemente, hay que reconocer y felicitar a las mujeres, quienes con más firmeza que nadie, lo mantienen y tratan de sacarlo adelante.
Es lo mismo que he comprobado en los lugares más difíciles de las misiones de la selva amazónica donde he estado durante 30 años: siempre hay alguna mujer donde casi nunca llega un sacerdote; en los lugares casi inaccesibles, allí está presente el testimonio de fe de alguna comunidad religiosa femenina o de alguna voluntaria laica, cuyo compromiso es difícil de imitar: la Iglesia tiene en ellas la ternura de un rostro femenino que entiende mejor que nadie el dolor y la esperanza.
Villalcázar de Sirga, 30 de enero de 2022
Miguel Ángel González