Estamos acostumbrados a correr detrás de las riquezas terrenales como si fueran los ídolos a los que hay que adorar. Huimos de que nos humillen y desprecien porque nos consideramos merecedores de honores y glorias. A menudo ocultamos el rostro de Cristo, pobre, humillado, maltratado… No queremos verlo. Pero solamente en él hemos de fijarnos si queremos ser seguidores suyos.
La santidad no es para las personas tristes y amargadas. Ni para los que se quejan continuamente de que todo les va mal. Tampoco para